El eco de la samba y el fervor multitudinario de Governador Valadares todavía resonaba en la memoria colectiva del vuelo libre cuando el calendario marcó la siguiente gran cita.
Dos años después de que Brasil acogiera al mundo en el Pico da Ibituruna, la Federación Aeronáutica Internacional (FAI) decidió que el décimo Campeonato Mundial de Parapente debía celebrarse en un escenario que representaba la antítesis perfecta del trópico brasileño: las llanuras infinitas y abrasadoras de Manilla, en Australia.
Si Valadares fue la celebración de la humedad, la vegetación exuberante y una afición local entregada que llenaba los aterrizajes, el Mundial de Manilla de 2007 se erigió como un monumento a la soledad, la resistencia psicológica y la potencia bruta de la naturaleza. Los pilotos aterrizaron en el estado de Nueva Gales del Sur no para ser aclamados por multitudes, sino para enfrentarse al silencio del "Outback" y a unas condiciones térmicas que redefinieron los límites del pilotaje activo.
Un cambio de paradigma atmosférico
La transición de Brasil a Australia obligó a las selecciones nacionales a reconfigurar sus estrategias por completo. En Minas Gerais, la clave residía en negociar ciclos suaves y aprovechar la flotabilidad sobre la selva. En Manilla, el escenario era el Mount Borah, una elevación modesta en comparación con las grandes cordilleras europeas, pero que funciona como una rampa de lanzamiento hacia uno de los cielos más técnicos del planeta.
El verano austral ofreció un menú que muchos veteranos tardarían en digerir: techos de nube altísimos, ascendencias violentas y la presencia constante de los "dust devils", esos remolinos de polvo que se levantan desde el suelo seco y que pueden convertir un despegue o un aterrizaje en una maniobra de alto riesgo. La competición dejó de ser una danza para convertirse en un rodeo. La gestión de la turbulencia y la capacidad para mantener la vela abierta a velocidades máximas se volvieron más cruciales que nunca.
Durante las dos semanas de competición, el contraste de colores fue la metáfora perfecta del cambio de era. Del verde esmeralda brasileño se pasó al ocre rojizo, un paisaje monótono y vasto que intimidaba a quien se quedaba bajo ("bomb out"). Aterrizar fuera de gol en Manilla no solo implicaba perder puntos; significaba enfrentarse al aislamiento, al calor extremo y a recuperaciones logísticas que podían extenderse hasta altas horas de la noche por caminos de tierra interminables donde los canguros eran los únicos testigos.
La victoria del piloto total
En el plano deportivo, este campeonato es recordado como el triunfo de la experiencia y la inteligencia sobre la pura agresividad tecnológica. Mientras muchos jóvenes promesas llegaban con velas diseñadas para cortar el viento a velocidades de vértigo pero con una estabilidad comprometida, fue el británico Bruce Goldsmith quien dio una clase magistral de interpretación del cielo.
Goldsmith no ganó por ser el que más pisaba el acelerador, sino por ser el que mejor leía las líneas de convergencia invisibles en el aire seco. Su victoria tuvo un sabor especial, casi romántico, pues volaba una vela diseñada por él mismo, demostrando que el conocimiento profundo de la aerodinámica y la meteorología seguía siendo superior a la fuerza bruta. En la categoría femenina, la checa Petra Krausova impuso su ley, navegando las turbulentas condiciones con una frialdad y precisión que le valieron el oro y el respeto unánime de sus compañeros.
El legado de Manilla
Visto con la perspectiva del tiempo, el Mundial de 2007 cerró un ciclo dorado de expansión para el parapente. Al llevar el evento desde Sudamérica hasta Oceanía en ediciones consecutivas, la comunidad del vuelo libre demostró que este deporte había dejado de ser un pasatiempo alpino para convertirse en una disciplina verdaderamente global.
Manilla enseñó a los pilotos una lección de humildad. Allí no había árboles para dar sombra ni gradas llenas de público. Solo había cielo, polvo y distancias enormes. Los que sobrevivieron a la transición de Valadares a Australia regresaron a casa con las velas teñidas de rojo y la certeza de haber superado uno de los exámenes más duros en la historia de los mundiales. Fue el evento que curtió la piel de una generación y que, aún hoy, se recuerda como la frontera salvaje de la competición de alto nivel.
