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El turismo en invierno ya no es solo sinónimo de nieve y pistas de esquí,

pero sigue siendo uno de los grandes termómetros de la industria de los viajes. Mientras los destinos de sol y playa concentran todavía una parte desproporcionada de las pernoctaciones en verano —en Europa, alrededor de un tercio de las noches turísticas se siguen registrando solo en julio y agosto(European Commission)— el invierno se ha convertido en el terreno donde se decide la verdadera desestacionalización: quién consigue visitantes entre noviembre y marzo y quién cierra la persiana hasta Semana Santa.

Tradicionalmente, el turismo invernal ha girado en torno a tres grandes ejes: los deportes de nieve en zonas de montaña, las escapadas urbanas a grandes capitales europeas y los viajes a climas suaves, desde Canarias o el Mediterráneo más templado hasta destinos exóticos del hemisferio sur. En los últimos años, sin embargo, ese mapa se está redibujando. Los informes más recientes sobre turismo europeo revelan que muchas regiones de nieve y de auroras boreales han liderado el crecimiento de llegadas en los primeros meses del año, al mismo tiempo que destinos “no tradicionales” de invierno como Malta o Chipre aumentan sus cifras gracias a los viajeros que buscan temperaturas moderadas fuera del verano(ETC Corporate).

El invierno ya no es únicamente una estación que se “sufre”; se planifica. Para muchos viajeros, es la oportunidad de aprovechar vuelos más baratos, ciudades menos saturadas y una oferta cultural intensa, desde mercadillos navideños hasta grandes exposiciones. La pandemia acentuó esa tendencia hacia periodos menos masificados y, en un contexto de cambio climático, las instituciones europeas empiezan a observar cómo parte de la demanda se desplaza a temporadas intermedias y frías para escapar de las olas de calor del verano(transition-pathways.europa.eu).

Pero el turismo invernal vive también en primera línea el impacto del calentamiento global. En la Europa alpina los estudios muestran una disminución clara de la fiabilidad del manto nivoso, con temporadas de nieve más cortas y condiciones más inciertas incluso para la producción de nieve artificial(DNB). La imagen idílica de las estaciones encendiendo cañones para compensar una mala nevada se revela cada vez menos sostenible, tanto ambiental como económicamente. Algunas estaciones de altitud media, como las de los Alpes dináricos o los Balcanes, están empezando a diversificar su modelo: menos dependencia del esquí, más senderismo, bicicleta de montaña, actividades familiares y turismo de naturaleza durante todo el año(AP News).

Esa reconversión obliga a repensar qué entendemos por “turismo de invierno”. De un lado, siguen creciendo los destinos que venden experiencias ligadas al frío y la nieve: trineos, raquetas, gastronomía de montaña, cultura local. La Organización Mundial del Turismo lleva años insistiendo en el valor de las tradiciones invernales y la “cultura de la nieve” como activos diferenciales, no solo como decorado de postales(Untourism). De otro, aumenta con fuerza un turismo invernal de “huida del invierno”: jubilados europeos que pasan varios meses en zonas templadas, trabajadores remotos que trasladan su oficina a ciudades soleadas durante enero y febrero, o familias que aprovechan puentes y vacaciones escolares para buscar luz y vitamina D.

El factor económico es clave. Para muchos territorios de montaña o de interior, la temporada fría supone la mitad o más de su facturación anual. Lo mismo ocurre, en sentido inverso, con algunos destinos urbanos y costeros que han aprendido a atraer turistas en noviembre o diciembre con congresos, festivales, maratones o grandes eventos deportivos. La Comisión Europea y diferentes organismos regionales señalan la gestión de la estacionalidad como uno de los mayores retos del sector, tanto por su impacto en el empleo como por el uso de infraestructuras financiadas con dinero público(European Commission).

En paralelo, el debate sobre la sostenibilidad ambiental del turismo en invierno gana peso. El sector turístico representa alrededor del 8 por ciento de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, sumando transporte, alojamiento y actividades(oneplanetnetwork.org). Los viajes invernales en avión, las escapadas de fin de semana y, sobre todo, el modelo intensivo de algunas estaciones de esquí plantean preguntas incómodas: ¿tiene sentido seguir promocionando masivamente el esquí en zonas donde la nieve ya no está garantizada sin un coste energético disparado? ¿Debe incentivarse más el tren nocturno frente a los vuelos cortos para city breaks invernales?

Pese a estas tensiones, las previsiones para los próximos inviernos apuntan a un crecimiento sostenido de los desplazamientos, con cifras récord en varios países europeos y un auge de ciudades y regiones que se reposicionan como destinos “all season”(ETC Corporate). La cuestión, por tanto, no es si habrá turismo en invierno, sino qué tipo de turismo será: más repartido en el territorio y en el calendario, más consciente de su huella climática y más atento a la autenticidad de las experiencias, o una extensión del modelo de consumo acelerado que domina los meses de verano.

En esa encrucijada se juega buena parte del futuro del sector. El invierno, antaño temporada baja casi por definición, se ha convertido en el laboratorio donde se ensayan las respuestas a los grandes desafíos del turismo del siglo veintiuno: sostenibilidad, calidad frente a cantidad y convivencia entre visitantes y residentes durante todo el año.

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