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La historia de los tejidos utilizados en paracaídas es, en realidad, una historia de cómo la humanidad

ha ido entendiendo el aire como un medio viable para frenar la caída y domesticar la gravedad con fibras cada vez más previsibles. Desde los primeros experimentos renacentistas, con planos y dibujos que imaginaban superficies de tela sujetas a una armazón, hasta la sofisticada ala flexible contemporánea, el material ha sido el eje silencioso de cada avance técnico y de cada salto en seguridad.

Los primeros intentos prácticos, a finales del siglo dieciocho y comienzos del diecinueve, recurrieron a lo que el mundo conocía como tela noble: la seda. La razón era simple, la seda ofrecía una combinación excepcional de ligereza, resistencia relativa y una caída uniforme gracias a su trama regular. Los pioneros que se arrojaron desde globos con cúpulas de armazón rígida confiaron su vida a pañerías de seda cortada en gajos y cosida con hilo fuerte, un ensamblaje que respiraba lo justo y que permitía un descenso razonablemente estable. En aquella fase, más cercana a la artesanía que a la ingeniería, la variabilidad del tejido era una fuente frecuente de sobresaltos, y el peso de la estructura obligaba a cúpulas grandes, con el consiguiente azote del viento en cada aterrizaje.

Con la consolidación de la aviación militar en las primeras décadas del siglo veinte, el paracaídas dejó de ser una curiosidad para convertirse en un equipo de emergencia. La seda siguió reinando, aunque aparecieron versiones en algodón densamente tejido para ciertos usos de carga. La gran guerra y la expansión industrial revelaron un problema crítico: la dependencia de una fibra natural costosa, con suministro incierto y con una sensibilidad marcada a la humedad. La respuesta llegó del laboratorio, con la invención del nailon, una poliamida que cambió para siempre el equilibrio entre peso y resistencia. El nailon absorbía menos agua que el algodón, mantenía mejor su comportamiento entre saltos y soportaba esfuerzos bruscos con una resiliencia desconocida hasta entonces. El paso masivo a la poliamida, en la segunda guerra mundial y los años inmediatos, fue rápido y definitivo.

El siguiente hito fue menos visible y, sin embargo, determinante: la manera de tejer el material. Nació el ripstop, una técnica que introduce hilos de refuerzo a intervalos regulares dentro de la urdimbre y la trama. El resultado, una tela ligera que resiste desgarros y que, en caso de rasgadura, limita su propagación, se adaptó como un guante a las necesidades del paracaidismo. La industria afinó gramajes, densidades y tratamientos térmicos para estabilizar el espesor, con calendrados que compactaban la superficie y reducían la porosidad. A mediados de la segunda mitad del siglo, el estándar operativo para las cúpulas redondas y las primeras alas flexibles era ya un ripstop de nailon de baja porosidad, con recubrimientos que sellaban parte de los microporos.

La revolución aerodinámica llegó con el parafoil, una cúpula dividida en celdas que se inflan en vuelo, creando un perfil sustentador. Para que ese perfil mantuviera la presión interna, el tejido debía filtrar muy poco aire. Nació así la categoría de telas de porosidad casi nula, conocidas en el sector como tejidos de cero porosidad. La solución fue aplicar recubrimientos de silicona o de poliuretano a ripstops de alta tenacidad, lo que mejoró la estanqueidad y la longevidad, aunque encareció el material y lo volvió más exigente en el plegado. En paralelo se consolidó otra familia de tejidos, representada por la denominación F ciento once, un nailon ripstop calendrado de baja porosidad que, sin llegar a la estanqueidad de los recubrimientos, ofrece una apertura más progresiva y un manejo más amable en taller. Muchas reservas deportivas siguen empleándolo por su previsibilidad y por su tolerancia a plegados repetidos.

A partir de los años setenta y ochenta, el catálogo se diversificó. El nailon de alta tenacidad, especialmente la poliamida seis, seis, dominó la escena por su relación entre peso, resistencia y elasticidad moderada, una elasticidad que ayuda a absorber cargas en la apertura. Para aplicaciones donde se busca una respuesta más rígida y una menor deformación por carga, algunos fabricantes introdujeron poliésteres de alto módulo en canopias de carga y en paracaídas de frenado aeronáutico, aprovechando su menor elongación y su estabilidad dimensional frente a la humedad. La elección entre poliamida y poliéster, más allá del precio, se convirtió en un ajuste fino entre comportamiento en la apertura, vida útil de los recubrimientos y fidelidad del perfil en vuelo.

La química de superficies avanzó a la par. Los recubrimientos de silicona mejoraron su capacidad de anclarse a la fibra, lo que redujo el envejecimiento por abrasión y por exposición ultravioleta. Los tratamientos de poliuretano evolucionaron hacia fórmulas menos sensibles a la hidrólisis, un fenómeno que, en climas húmedos y calurosos, acorta la vida útil de las telas. El control de la porosidad, medido en laboratorio con pruebas estandarizadas, pasó a ser un parámetro contractual entre fabricantes y talleres, garantizando constancia entre lotes y un envejecimiento predecible. En el alto rendimiento, donde cada décima de planeo cuenta, aparecieron tramas aún más cerradas y recubrimientos de doble cara, con un compromiso claro, mejor rendimiento en vuelo a cambio de un plegado más voluminoso y una mayor delicadeza frente a cortes y rozaduras.

Conviene recordar que el tejido de la cúpula no vive solo. Convive con bandas, refuerzos, bocas de inflado y costuras que cargan esfuerzos repetidos. La llegada de fibras de alto módulo en las líneas, como aramidas, polietileno de ultra alto peso molecular o polímeros de cristal líquido, no sustituyó al nailon en las superficies, pero sí obligó a rediseñar refuerzos y anclajes para repartir tensiones y evitar que un tejido cada vez más fino trabajara fuera de su rango elástico. Ese rediseño, que afecta a la orientación de las costuras, a los parches en nervaduras y a la geometría de las bocas, es parte de la modernidad del tejido, entendido ya como sistema y no como simple lámina.

En la actualidad, la paleta va desde nailon ripstop de baja porosidad para reservas y escuelas, hasta ripstops de alto tenacidad con recubrimiento integral para alas deportivas de altas prestaciones. En usos militares y aeroespaciales conviven poliésteres y poliamidas con tratamientos específicos para resistencia al fuego, baja firma térmica y estabilidad a gran altitud. En el deporte, la tendencia es la precisión: gramajes contenidos, recubrimientos más duraderos, control de porosidad lote a lote y diseños que buscan mantener el perfil con el mínimo de deformación en maniobras agresivas.

El hilo conductor, de la seda a la poliamida de última generación, es la búsqueda de repetibilidad. Cada salto exige que la tela se comporte hoy como ayer, y que lo haga tras cientos de plegados, bajo sol y polvo, con agua salada o con aire de montaña. Esa es la verdadera historia de los tejidos del paracaídas, la transición desde el arte textil a la ciencia de materiales, con el aire como juez implacable y con la seguridad como medida última del progreso.

Parapente Sopelana

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