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Pendry

El relevo del Mundial de Kitakyushu 1995 no fue solo un cambio de continente; fue un cambio de estilo.

Tras el campeonato nipón, el circuito aterrizó en los Pirineos aragoneses para celebrar en 1997 un Mundial que, con epicentro en Castejón de Sos (Valle de Benasque), consolidó a España como plaza mayor del vuelo libre y confirmó la madurez competitiva del parapente de distancia en entornos alpinos. Allí, con la cordillera como anfiteatro y térmicas generosas en primavera–verano, el Mundial encontró un laboratorio perfecto para medir nervios, técnica y lectura fina de la atmósfera. (old.fai.org)

La elección de Castejón de Sos no fue casual. La localidad ya era un polo europeo del parapente, con despegues amplios y logística rodada, y una comunidad que llevaba años tejiendo escuelas, remontes y cultura de vuelo. El despliegue de despegues como Liri y otros balcones del valle, hoy iconos del lugar, se beneficiaba de vientos de valle definidos, techos altos cuando la estabilidad lo permitía y líneas de convergencia capaces de regalar kilómetros rápidos a quienes supieran interpretarlas. Esa combinación de accesibilidad y exigencia táctica dio al campeonato una personalidad propia: jornadas de planeos veloces entre crestas y transiciones que castigaban cualquier duda de acelerador. (Sobre el carácter de Castejón y su infraestructura de vuelo, hay guías y reseñas que lo señalan como “paragliding central” de los Pirineos.) (Cross Country Magazine)

En lo deportivo, 1997 quedará asociado a un nombre y a un estilo: John Pendry. El británico, referencia de la generación pionera, se adjudicó el título absoluto, por delante del austriaco Christian Tammeger y del italiano Jimmy Pacher. En la clasificación femenina, la francesa Sandie Cochepain marcó el paso por delante de su compatriota Claire Bernier y de la danesa Louise Crandal. Por equipos, Suiza —potencia histórica en el libre— se llevó el oro, seguida de Reino Unido y Austria. Los podios reflejaron bien la geografía del parapente competitivo de la época: un eje centroeuropeo muy fuerte, Francia con un vivero inagotable y la escuela británica acostumbrada a rendir en meteorología cambiante. (old.fai.org)

Más allá de las medallas, el Mundial de Castejón de Sos subrayó varias tendencias técnicas. La primera, la consolidación de alas cada vez más eficientes pero todavía “pilotables” para un pelotón amplio. No eran las máquinas de altísima finura y exigencia que vendrían después con las series de competición más radicales, pero sí velas que, en manos expertas, permitían cruceros sostenidos a alta velocidad y giros limpios en núcleos rotos. La segunda, la importancia estratégica del trabajo en equipo, visible en mangas donde las “trenes” de pilotos peinaban cordales, compartían información táctica a golpe de observación y se estiraban en el llano buscando líneas energéticas. La tercera, la profesionalización logística: remontes sincronizados, balizas bien elegidas para forzar decisiones y un dispositivo de seguridad que empezaba a integrar aprendizajes de campeonatos previos.

Castejón también sirvió como escaparate de un fenómeno que crecería con la década: el impacto territorial del vuelo libre. La llegada del Mundial aceleró inversiones en accesos a despegues, zonas de aterrizaje y señalética, y multiplicó la visibilidad turística de la Ribagorza. Ese efecto arrastre —competición que deja huella en oferta de escuelas, tándems y calendario de pruebas— es hoy parte del relato local, y ayuda a explicar por qué el valle sigue alojando nacionales e internacionales con regularidad. La “marca” Castejón de Sos se forjó a base de días de térmica, pero también de una hospitalidad que convirtió a los equipos en habituales de la zona. (turismoribagorza.org)

En términos de lectura meteorológica, el campeonato posterior a Japón exigió versatilidad. Frente a la insularidad húmeda y las orografías del archipiélago nipón, el Pirineo aragonés puso en escena térmicas de ciclo pronosticable, brisas de valle que evolucionaban con la insolación y la posibilidad —cuando se alineaban los ingredientes— de techos generosos que abrían la puerta a mangas largas. Esa “alfombra” convectiva premia al piloto que sabe graduar el acelerador, aprovechar la restitución vespertina y no perder nunca el hilo con el grupo rápido. Quien se quedó sin referencia visual o eligió una ladera demasiado sombreada pagó con minutos irrecuperables. Y en un Mundial, los minutos son puestos.

También hubo un aprendizaje institucional. La Federación Aeronáutica Internacional (FAI) llevaba un registro cada vez más completo de sedes, campeones y resultados, estandarizando los relatos oficiales del libre. En ese listado, el salto de 1995 (Kitakyushu, Japón) a 1997 (Castejón de Sos, España) aparece nítido, con fotografías y palmarés que hoy se consultan como fuentes canónicas de la disciplina. En perspectiva, aquel binomio Japón–España ilustró la expansión global del parapente competitivo y su capacidad de adaptarse a geografías y culturas de vuelo muy distintas sin perder esencia. (old.fai.org)

El legado deportivo del Mundial de Castejón de Sos es doble. Por un lado, instaló a varias figuras —Pendry y Cochepain a la cabeza— en la memoria colectiva del parapente, en una década en la que los nombres propios empezaban a asociarse a estilos de pilotaje y elecciones tácticas reconocibles. Por otro, dotó a España de un argumento incontestable para seguir postulándose como sede: organización fiable, escenarios de alta calidad y una afición creciente. No sorprende, visto lo visto, que los siguientes calendarios mundiales incluyeran de nuevo plazas ibéricas y que los Pirineos se consolidaran como terreno de pruebas para generaciones enteras de pilotos. (Wikipedia)

Si se mide por lo que dejó y por lo que anunció, el Mundial posterior al de Japón fue una bisagra. Confirmó que el parapente de competición ya no era un experimento alpino, sino un deporte con gramática propia, capaz de convocar a las mejores selecciones del mundo y de dialogar con los territorios que lo acogen. En Castejón de Sos, 1997, el vuelo libre escribió una de esas páginas que, aún sin fotos en la mano, cualquiera que haya olido resina de pino en un despegue alto puede reconstruir: cielo trabajado, térmica que abre como un libro y la certeza, al cruzar meta, de haber estado en el sitio justo en el momento preciso.

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