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Turismo y problema de la vivienda

El debate sobre la relación entre turismo y vivienda se ha instalado con fuerza en las grandes ciudades y destinos costeros. Lo que hace apenas una década parecía un éxito incuestionable —atraer visitantes, diversificar la economía, llenar restaurantes y museos— hoy convive con un malestar creciente por el encarecimiento del alquiler, la expulsión silenciosa de vecinos y la transformación del tejido social de barrios enteros. No se trata de demonizar un sector que aporta empleo e ingresos fiscales, sino de reconocer que la expansión del alojamiento turístico en viviendas residenciales, sumada a una oferta inmobiliaria rígida y a salarios que no acompañan, ha tensado al límite un bien básico: el derecho a un hogar.

La mecánica del encarecimiento es conocida. Cuando una parte significativa del parque de viviendas se destina a alquileres de corta estancia, el stock disponible para contratos estables se reduce. En mercados ya tensionados, esa merma basta para empujar al alza los precios. Si, además, la rentabilidad por noche en el circuito turístico supera con holgura la del alquiler tradicional, los incentivos se inclinan hacia la temporalidad. Es un fenómeno especialmente visible en barrios céntricos, donde la “turistificación” reconfigura usos del suelo y comercio de proximidad: desaparecen tiendas y talleres, llegan franquicias y servicios orientados al visitante. El resultado es un paisaje de consumo homogéneo, atractivo para el visitante ocasional, pero empobrecedor para la vida cotidiana del residente.

A esta dinámica se suma un factor tecnológico y regulatorio. Plataformas digitales han reducido fricciones para anunciar, reservar y pagar alojamientos, multiplicando la oferta dispersa y difícil de fiscalizar. Allí donde la normativa iba por detrás, proliferaron las viviendas de uso turístico sin licencia o a través de figuras ambiguas (alquiler por habitaciones, estancias de media duración) que escapaban al control municipal. Cuando las autoridades reaccionaron con registros obligatorios, cupos o límites por zonas, muchas ciudades ya sufrían efectos persistentes: pérdida de población residente en el centro, sustitución de alquileres por estancias de fin de semana y tensión creciente entre hostelería y vecindario por ruido, basura o convivencia.

Sin embargo, atribuir al turismo toda la responsabilidad sería simplificar. En numerosos destinos, la raíz del problema es doble: falta de vivienda pública o asequible y una producción de obra nueva que no acompasa la demanda. La vivienda se ha convertido además en activo financiero global: fondos y patrimonios invierten en ladrillo buscando rentas seguras, comprimiendo aún más la oferta disponible para familias con ingresos medios o bajos. Donde los salarios del sector servicios —incluido el propio turismo— son moderados, el desajuste es más punzante: quienes hacen posible la experiencia turística (camareros, personal de limpieza, guías, conductores) se ven forzados a vivir lejos, con costes de transporte y tiempos de desplazamiento crecientes.

Las respuestas de política pública están en plena experimentación. Algunas ciudades han optado por moratorias a nuevas licencias de vivienda turística, zonificación estricta por barrios y cupos que se reducen con la baja natural de licencias. Otras exigen la “neutralidad” del parque: por cada vivienda turística nueva, una conversión inversa a uso residencial. También gana terreno el principio de “mismo techo, mismas reglas”: equiparar fiscalidad, estándares de seguridad y requisitos de accesibilidad entre hoteles y apartamentos turísticos. La recaudación, cuando se articula mediante tasas turísticas finalistas, puede financiar vivienda asequible, rehabilitación energética de edificios y servicios urbanos afectados por la estacionalidad.

Hay propuestas más quirúrgicas. La regulación por microzonas permite actuar donde la presión es mayor, evitando prohibiciones generales que desplazan el problema a barrios adyacentes. La limitación de estancias de corta duración a la vivienda habitual del propietario —con topes de noches anuales— reduce el carácter especulativo de la actividad, manteniendo ingresos complementarios sin expulsar residencias a tiempo completo. Y el refuerzo de inspección mediante cruces de datos tributarios, contadores de suministros o convenios con plataformas digitales facilita detectar oferta irregular y sancionar reincidencias.

Pero ninguna de estas medidas será suficiente si no se aborda el lado social y productivo de la vivienda. Programas de alquiler asequible con colaboración público-privada, movilización de vivienda vacía con garantías y seguros de impago, intermediación municipal que reduzca riesgos al propietario, promoción de cooperativas en cesión de uso y rehabilitación con criterios de eficiencia energética pueden aumentar el parque disponible sin extender la mancha urbana. A medio plazo, el reto pasa por reequilibrar la estructura económica: destinos excesivamente dependientes del turismo quedan a merced de ciclos, pandemias o cambios de preferencias. Diversificar no significa renunciar al visitante, sino integrar el turismo en una ciudad vivida, con empleo cualificado y vivienda pagable.

También el propio sector turístico tiene margen para actuar. Hoteles y alojamientos reglados que apuestan por la calidad frente a la cantidad, acuerdos con autoridades para contribuir a fondos de vivienda, códigos de conducta que disuadan la captación de edificios residenciales completos y estrategias de desestacionalización pueden aliviar la presión. La “capacidad de carga” no es solo una cifra de visitantes; es un equilibrio delicado entre espacio público, servicios urbanos, movilidad y, sobre todo, la posibilidad real de que quienes habitan la ciudad sigan haciéndolo.

La conversación pública demanda matices. Hay barrios donde el turismo ha rescatado patrimonio y comercios; hay otros donde los vecinos sienten que han perdido su casa sin moverse. El periodismo y la política deben escapar de los eslóganes y mirar los datos: porcentaje de parque destinado a estancias cortas, evolución del alquiler real frente a ingresos locales, densidad de licencias por manzana, impacto en la rotación escolar y sanitaria. Gobernar el turismo con criterios de interés general implica aceptar límites, distribuir costes y beneficios con justicia y, sobre todo, poner la vivienda en el centro. Porque sin vecinos no hay ciudad, y sin ciudad vivida el turismo pierde aquello que lo hizo deseable en primer lugar.

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