La historia de las protecciones dorsales en las sillas de parapente es, en realidad, la historia de
cómo el deporte pasó de la intuición artesana a la ingeniería del detalle. En los primeros años, cuando las sillas eran poco más que un arnés de escalada con una tabla, la “protección” era inexistente o se limitaba a una plancha rígida para repartir cargas. Aquellas soluciones evitaban torsiones incómodas, pero no amortiguaban impactos en la columna. A medida que el parapente dejó de ser descenso y se convirtió en vuelo térmico, distancia y, más tarde, competición, el accidente más frecuente dejó de ser el colapso dramático y pasó a ser el golpe tonto: una culada en un aterrizaje corto, un resbalón en despegue, un arrastre imprevisto. La industria tomó nota.
La primera revolución llegó con las llamadas mousse-bag: bolsas de espuma de célula cerrada situadas bajo el asiento y a lo largo de la espalda. La idea era simple y eficaz: una masa elástica que absorbe energía, con comportamiento relativamente estable a distintas temperaturas y sin necesidad de “activarse”. Eran voluminosas y pesadas, pero supusieron un salto de calidad. El piloto ganaba centímetros de colchón entre su sacro y el suelo, y la columna, especialmente la zona lumbar, recibía un trato más amable. En aquel ecosistema nacieron los primeros protocolos de ensayo específicos para sillas, promovidos por laboratorios y organismos de certificación aeronáutica deportiva, que normalizaron caídas controladas con maniquí y medición de picos de desaceleración.
La segunda gran ola fueron los airbags. Al principio aparecieron bolsas que se inflaban en vuelo por efecto del avance, con una toma de aire frontal y tejidos antidesgarro. Su virtud: mucha protección con muy poco peso y volumen. Su talón de Aquiles: en incidentes a baja velocidad, durante el despegue o el aterrizaje, podían no estar plenamente inflados. Para resolverlo surgieron los “airbags permanentes” o preformados, que mantienen un mínimo de volumen desde el suelo gracias a membranas internas o estructuras semirrígidas. En paralelo, muchos fabricantes combinaron sistemas: mousse-bag en la base y airbag dorsal, o un airbag que cubre desde el coxis hasta la mitad de la espalda con refuerzos de espuma en zonas críticas.
En la última década, el foco se desplazó a materiales de absorción de nueva generación y a la cobertura integral de la espalda. Algunos modelos integran paneles viscoelásticos de tipo SAS-TEC o tecnologías alveolares tipo panal (Koroyd y equivalentes) en el respaldo, diseñadas para disipar energía con menor espesor y peso. Otras sillas apuestan por “capas” que trabajan juntas: una lámina rígida para repartir la carga, un material de absorción progresiva y una cámara de aire que evita picos de presión en impactos puntuales. El resultado es un respaldo que ya no solo estabiliza, sino que actúa como auténtico escudo dorsal, protegiendo apófisis espinosas, musculatura paravertebral y, sobre todo, la charnela lumbosacra, que es la zona más castigada en las culadas.
El auge de las sillas carenadas para vuelo de distancia trajo un reto adicional: cómo insertar protección en un fuselaje aerodinámico sin convertirlo en un “tambor” rígido. La respuesta han sido colas con estructura interna que mantienen forma y volumen, airbags con particiones para evitar que el aire se desplace, y refuerzos longitudinales que minimizan el latigazo en impactos oblicuos. En el extremo opuesto, el movimiento hike & fly obligó a adelgazar al máximo: ahí triunfan airbags permanentes ultraligeros, almohadillas dorsales desmontables y espumas perforadas que ahorran gramos sin perder demasiada capacidad de absorción.
Hoy, el debate ya no es “llevar o no llevar” protección dorsal, sino cuál y con qué cobertura. Tres criterios ayudan a leer la oferta actual. Primero, la extensión real: una buena protección dorsal debería cubrir desde el coxis hasta, al menos, la mitad de la espalda, sin huecos entre base y respaldo. Segundo, la consistencia: ¿protege igual en frío, con humedad, en impactos repetidos? Los materiales viscoelásticos mejoran con la temperatura, las espumas cerradas son más estables, y los airbags permanentes eliminan la incertidumbre de inflado. Tercero, la geometría de la silla: respaldo ajustado, ángulos que eviten “aristas” en la zona lumbar y una tabla o hamaca que trabajen con la protección, no contra ella.
No todo son ventajas. Las espumas gruesas suman volumen y pueden robar sensibilidad al ala en sillas muy “filtradas”; los airbags requieren costura y tejido en perfecto estado —un roce o un corte reducen su eficacia—; los paneles avanzados encarecen el producto y, en algunos casos, no admiten golpes repetidos sin perder prestaciones. Además, una protección dorsal sobresaliente no compensa una mala técnica de aterrizaje ni la falta de criterio en la elección de sitio y viento.
La letra pequeña importa. Conviene revisar el estado de la espuma (no debe estar acartonada ni colapsada), comprobar que el airbag se mantiene con volumen en reposo, que las tomas de aire no están obturadas y que las cremalleras y velcros cierran sin holguras. Tras una caída fuerte, algunas marcas recomiendan sustituir componentes de absorción, igual que haríamos con un casco. También es esencial ajustar el respaldo: un protector que queda separado de la espalda pierde eficacia y puede “golpear” tarde, cuando ya hemos comprimido tejidos blandos.
Para el piloto que elige, la pauta periodística es clara: valorar la silla como sistema. Una hamaca confortable que lee bien la masa de aire, un respaldo que de verdad protege y una base que absorbe la culada forman un triángulo virtuoso. Si se vuela en laderas con posaderos cortos, prioridad a la protección permanente y extendida; si se camina mucho, interés por híbridos ligeros bien resueltos; si se persiguen kilómetros, exigir que la cola carenada proteja tanto como estiliza. La actualidad de las protecciones dorsales no es un catálogo de siglas, sino una madurez tecnológica que, por fin, ha entendido lo esencial: volar mejor también es aterrizar sin dolor.
