El segundo Mundial de Parapente marcó un antes y un después en la historia joven del vuelo libre competitivo
Si el experimento de Kössen, en 1989, había servido para poner al deporte en el mapa internacional —pero quedó “no validado” por falta de mangas suficientes—, la edición de 1991 en Digne-les-Bains (Francia) fue la confirmación: el parapente podía organizar un campeonato del mundo plenamente homologado, con un nivel deportivo y logístico a la altura de las grandes citas aéreas. Allí, en los cielos alpinos de Alta Provenza, se consolidaron reglas, formatos y protagonistas que darían forma al circuito durante los años noventa. (old.fai.org)
La elección de Digne no fue casual. La región es un aula abierta de meteorología convectiva, con brisas fiables, relieves amables y despegues que ofrecen alternativas según orientación y ciclo térmico. Para un deporte que vivía su primera madurez, ese “laboratorio” natural permitía programar mangas diarias con ambición deportiva y margen de seguridad. El campeonato adoptó el formato de carreras “race to goal” con puntos de viraje, un lenguaje que la comunidad ya reconocía gracias a los grandes encuentros europeos, y que ayudó a mostrar el parapente como disciplina táctica más que como simple exhibición de descenso. La validación del título pasaba por acumular suficientes mangas válidas: ese requisito —frustrado dos años antes— quedó saldado en 1991 con una meteorología que cooperó y una organización que entendió el ritmo del valle.
En lo deportivo, el nombre propio fue el británico Robbie Whittall, coronado campeón del mundo al término de la cita. Su victoria no solo tuvo valor simbólico —inscribir el primer oro en una edición plenamente validada—, sino que definió un estilo: gestión paciente del tiempo en térmica, lectura de líneas eficientes y valentía medida en los tramos de planeo final. Le acompañaron en el podio el suizo Andy Hediger y su compatriota Urs Haari, señal de la potencia alpina de la época. Por equipos, Suiza se llevó el oro, con Gran Bretaña y Alemania completando el cajón, una fotografía de las escuelas más influyentes del momento. (old.fai.org)
Contextualicemos ese 1991. El material todavía estaba lejos de la sofisticación actual: alas de doble superficie de bajo alargamiento en comparación con las modernas velas de competición, arneses más sencillos, instrumentación basada en variómetros acústicos y barógrafos, y la navegación aún apoyada en fotografías de pasos por baliza y control en meta. La técnica, por tanto, pesaba tanto como el motor psicológico: quien supiera encontrar el núcleo, centrarlo y enlazar ascensos sin quemar altura innecesariamente tenía media manga ganada. En Digne se vio con claridad la transición del “arte de flotar” al “arte de decidir”: elegir cuándo salirse de una térmica, qué cresta cruzar, si apostar por el barlovento buscando aire más limpio o cobijarse en sotaventos amables. El piloto que dominaba esa gramática se imponía en la clasificación general incluso sin ganar muchas mangas.
Pero el segundo Mundial no fue solo un escaparate deportivo; también fue un catalizador institucional. La Federación Aeronáutica Internacional (FAI) y su comisión CIVL salían reforzadas: el listado oficial de campeonatos consolidó desde entonces un calendario bienal, con Digne-les-Bains como hito fundacional tras el ensayo de 1989. Esa continuidad, que llevaría después las ediciones a Verbier (1993), Kitakyushu (1995) o Castejón de Sos (1997), dio a fabricantes, clubes y federaciones una brújula clara para planificar desarrollo de producto, selecciones nacionales y programas de seguridad. La propia FAI reconoce hoy aquella secuencia —Kössen 1989 “no validado” y Digne 1991 ya con campeones y podios— como el punto en que el Mundial de Parapente se convierte en una institución estable. (old.fai.org)
Desde el ángulo periodístico, el relato de Digne ayuda a entender por qué el parapente encontró un público más allá de los iniciados. Primero, porque las imágenes —alas coloreando térmicas sobre un valle accesible— eran de una belleza democrática; segundo, porque el formato de carrera ofrecía una dramaturgia comprensible para el gran público: salida, estrategia, persecuciones, planeo final, foto de meta. Tercero, porque el carácter internacional de la prueba —equipos y acentos diversos— dio a los medios una galería de historias humanas: ingenieros que volaban por la tarde tras trabajar en una fábrica de compuestos, montañeros reconvertidos en estrategas del aire, jóvenes promesas que se medían sin complejos a los veteranos del ala delta.
La huella de 1991 también se aprecia en la cultura de seguridad. Cada manga era una negociación constante entre ambición y prudencia. La organización afinó protocolos: briefings claros, ventanas de despegue ordenadas, balizas situadas con cabeza para evitar “embudos” peligrosos, y un sistema de recogida que aprendía a seguir la carrera a lo ancho de valles y carreteras. Esa profesionalización, que hoy damos por hecha, empezó a escribirse allí. Con ella llegaron mejoras indirectas: manuales más precisos, formación de directores de prueba, y un lenguaje común entre pilotos y organización para hablar de viento en altura, convergencias o techos de día.
Treinta y tantos años después, cuando vemos campeonatos con seguimiento en vivo, velas de dos líneas y planeos imposibles, cuesta recordar que todo eso tiene una genealogía. El segundo Mundial, en Digne-les-Bains, es uno de esos nodos donde el deporte se reconoce a sí mismo: ya no era una reunión de pioneros audaces, sino una disciplina con reglas, héroes y memoria. Y con un campeón —Whittall— cuya figura, más allá de las estadísticas, encarnó el salto competitivo de una generación. Las listas oficiales de la FAI, que sitúan Digne 1991 como la edición “dos” y recogen sus podios, son el acta notarial de aquel momento fundacional. Desde entonces, cada nueva sede —de los Alpes europeos a las laderas sudamericanas— ha dialogado, de una u otra manera, con la estela de aquel campeonato. (old.fai.org)
El segundo Mundial de Parapente no fue solo una competición: fue una declaración de madurez. Con Digne-les-Bains como escenario, el parapente competitivo demostró que podía organizarse, narrarse y consumirse como una gran cita deportiva. Y colocó al deporte en la ruta que lo llevaría, años después, a atraer a fabricantes punteros, a profesionalizar a sus mejores pilotos y a conquistar una audiencia fiel que hoy sigue, en directo, cada giro sobre el mapa.