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 Turismo activo y salud: una alianza que va más allá del descanso.

 

Durante décadas, las vacaciones se asociaron a la desconexión pasiva: playa, tumbona y poco más. Sin embargo, el turismo activo —que integra actividades como senderismo, ciclismo, surf, kayak, buceo ligero, escalada o rutas de naturaleza— ha consolidado una propuesta distinta: descansar moviéndose. La fórmula no solo dinamiza el destino; también repercute de manera directa en la salud física y mental de quienes lo practican. Analizar sus ventajas con mirada periodística implica observar el cuerpo, la mente y el entorno como un sistema integrado que se beneficia del movimiento al aire libre.

La primera ganancia es cardiovascular y metabólica. Caminar por montaña, pedalear por vías verdes o remar a ritmo sostenido elevan la frecuencia cardíaca en una zona de esfuerzo moderado que mejora la capacidad aeróbica y la eficiencia del corazón. Ese trabajo contribuye a reducir la presión arterial, mejorar el perfil lipídico y favorecer el control glucémico, elementos clave en la prevención de enfermedades crónicas. Además, el turismo activo incrementa el gasto energético total del día, no solo durante la actividad principal, sino también a través del movimiento cotidiano asociado: preparar el equipo, desplazarse a pie por el entorno o explorar el casco histórico sin prisas.

El sistema musculoesquelético también encuentra un aliado. Las actividades de bajo impacto como el senderismo o el nordic walking estimulan la masa ósea y ayudan a mantener a raya la sarcopenia —la pérdida de masa muscular ligada a la edad—, especialmente cuando se combinan con esfuerzos que reclutan cadenas musculares completas, como el kayak o el surf. El trabajo de equilibrio propio de la montaña, la arena o los pedreros, junto con la inestabilidad del medio acuático, mejora la propiocepción y protege frente a caídas. En términos de movilidad, variar superficies y gestos rompe la monotonía del ejercicio de gimnasio y despierta rangos articulares útiles para la vida diaria.

El capítulo mental merece una atención particular. Practicar actividad física en entornos naturales —bosques, riberas, litoral o alta montaña— se asocia con una reducción del estrés percibido y una mejora del estado de ánimo. El contacto con paisajes abiertos, agua y vegetación favorece la atención restaurativa, esa capacidad de “desbloquear” la mente de la saturación urbana y digital. Al mismo tiempo, el esfuerzo físico moderado libera endorfinas y otros neurotransmisores vinculados a la recompensa, lo que ayuda a amortiguar la ansiedad y a consolidar un sueño de mayor calidad. Incluso la exposición a luz solar diurna, con las debidas medidas de protección, contribuye a regular el ritmo circadiano y, por tanto, el descanso.

El turismo activo, además, es un catalizador social. Muchas modalidades se viven en grupo: rutas guiadas, travesías en bicicleta, salidas de surf para principiantes, cursos de escalada o vuelos biplaza de iniciación. Ese componente comunitario fomenta vínculos, refuerza la motivación y añade una capa de seguridad: compartir objetivos y ritmos permite que los menos experimentados progresen con confianza. La dimensión cultural tampoco es menor: caminar por un parque natural, interpretar un paisaje o visitar pueblos y mercados durante una travesía amplía el capital cultural y la conexión con el territorio.

La salud también se beneficia de la variedad y de la dosis adecuada. A diferencia de los programas cerrados de entrenamiento, el turismo activo propone intensidades graduables: una ruta corta y suave para quien empieza, un itinerario de media montaña para quien ya está en forma, o una travesía costera con remadas alternas para modular el esfuerzo. Esta flexibilidad permite que perfiles muy distintos —familias, personas mayores activas, deportistas ocasionales— encuentren su punto de confort y progresión. El resultado es un mayor cumplimiento: cuando la actividad se disfruta, la adherencia aumenta y, con ella, los beneficios.

No obstante, conviene subrayar que la seguridad es una condición de la salud. La elección de actividades debe ajustarse a la experiencia, al estado de forma y a posibles condiciones médicas. Equiparse correctamente, hidratarse, respetar la meteorología y contar con guías o instructores titulados cuando el entorno lo exige no es un formalismo, sino una medida de prevención. En deportes acuáticos, comprender corrientes y mareas es tan importante como aprender la técnica básica; en media y alta montaña, conocer la previsión del tiempo y gestionar la altitud es parte de la planificación. La prudencia no resta aventura: la hace sostenible.

El impacto positivo se extiende al sistema inmunitario y al bienestar general. La exposición moderada a ambientes naturales —bosque, mar, praderas— y el ejercicio regular se asocian a una mayor variabilidad de la frecuencia cardíaca, un marcador de buena adaptación al estrés. A ello se suma el “efecto novedad”: aprender un gesto técnico, orientarse con un mapa o dominar una maniobra en el agua estimula procesos cognitivos de atención y memoria, con resultados que trascienden las vacaciones. Muchas personas regresan con nuevos hábitos: caminar más, usar la bici en la ciudad, dedicar parte del fin de semana a una ruta cercana. El turismo activo actúa así como puerta de entrada a un estilo de vida más saludable.

Por último, hay una dimensión de sentido que suele pasar inadvertida. Frente a la lógica del consumo rápido, las experiencias activas proponen una relación más lenta y consciente con el destino: escuchar el viento en un collado, oler la resina en un bosque, sentir la textura de la roca o la cadencia del oleaje. Esa atención plena no es una moda, sino una forma de reconectar cuerpo y entorno. Cuando el viaje se vive así, los recuerdos son más duraderos y el descanso más profundo.

El turismo activo ofrece una combinación difícil de igualar: mejora cardiovascular y metabólica, fortalecimiento muscular y óseo, beneficios psicológicos, cohesión social y aprendizaje significativo, todo ello bajo el paraguas de la naturaleza. Con planificación y sentido común, es una inversión en salud que convierte las vacaciones en algo más que un paréntesis: en el inicio de un hábito que acompaña todo el año.

 

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