El nacimiento del turismo rural y su sucesor, el turismo activo, constituye una de las transformaciones más notables
en la forma de viajar y disfrutar del tiempo libre en las últimas décadas. Ambos fenómenos responden a cambios sociales, culturales y económicos que marcaron el final del siglo XX y el inicio del XXI, y permiten comprender cómo el ocio ha pasado de ser una actividad contemplativa a convertirse en una experiencia dinámica y participativa.
El turismo rural surgió en Europa a mediados del siglo XX, como respuesta al proceso de industrialización y urbanización que concentró a gran parte de la población en las ciudades. Frente al ruido, la contaminación y el estrés de los entornos urbanos, las áreas rurales comenzaron a verse como espacios de tranquilidad, autenticidad y contacto con la naturaleza. En España, su auge se consolidó en los años ochenta y noventa, coincidiendo con el abandono de muchos pueblos debido a la emigración hacia las urbes. Las antiguas casas familiares se rehabilitaron para ofrecer alojamiento, y los municipios encontraron en esta nueva fórmula una alternativa económica para revitalizar territorios que sufrían despoblación.
El atractivo del turismo rural residía en la sencillez de la propuesta. El viajero encontraba refugio en alojamientos con encanto, muchas veces gestionados por familias locales, que ofrecían no solo un espacio donde dormir, sino también una inmersión en la vida campesina. La gastronomía tradicional, los productos de la huerta, la participación en labores agrícolas y el contacto directo con los habitantes del pueblo se convirtieron en el eje de una experiencia que combinaba descanso con aprendizaje cultural. Este modelo, basado en la autenticidad, también promovió la conservación de la arquitectura popular y el patrimonio natural, al tiempo que generaba ingresos complementarios para comunidades en riesgo de abandono.
Sin embargo, con el paso del tiempo, los visitantes empezaron a demandar algo más que tranquilidad y contemplación. La creciente importancia de la actividad física, el deporte al aire libre y el deseo de experiencias memorables dieron paso al turismo activo. A diferencia del turismo rural, centrado en el alojamiento y la vida cotidiana en los pueblos, el turismo activo busca que el viajero se convierta en protagonista de su tiempo libre mediante la práctica de actividades en la naturaleza.
El turismo activo comenzó a consolidarse en los años noventa y se extendió con fuerza en las dos primeras décadas del siglo XXI. Su desarrollo estuvo ligado a la profesionalización de empresas especializadas y a la regulación de actividades que requerían guías o monitores. Las montañas, ríos, mares y espacios naturales de España se convirtieron en escenarios idóneos para propuestas como el senderismo, el barranquismo, la escalada, el rafting, el surf o el parapente. La costa y la montaña, que antes eran vistas únicamente como lugares para descansar, pasaron a ser espacios donde experimentar emociones intensas y superar retos personales.
Este cambio también estuvo influido por un nuevo perfil de turista. Mientras que el viajero de turismo rural buscaba desconectar del ritmo urbano y regresar a la calma de la vida tradicional, el turista activo quería combinar la desconexión con la adrenalina y la aventura. Además, la cultura del bienestar, el auge de los deportes al aire libre y la creciente conciencia ambiental hicieron que el turismo activo se convirtiera en una opción atractiva para jóvenes y familias que deseaban disfrutar de la naturaleza sin limitarse a la contemplación pasiva.
Ambos modelos, lejos de ser opuestos, se complementan. Muchos alojamientos rurales ofrecen hoy paquetes que incluyen actividades de turismo activo, y numerosos operadores especializados han encontrado en las casas rurales la base logística para sus propuestas. El viajero puede dormir en una antigua casa de labranza y, al día siguiente, lanzarse a descender un río en kayak o realizar una ruta a caballo por la sierra.
En la actualidad, tanto el turismo rural como el turismo activo enfrentan desafíos comunes: la necesidad de garantizar la sostenibilidad, evitar la masificación en espacios frágiles y lograr un equilibrio entre la explotación económica y la preservación del entorno. Además, el cambio climático y la transformación de los hábitos de viaje impulsan a estos sectores a diversificar su oferta y adaptarse a nuevas demandas, como las escapadas de corta duración, el teletrabajo en entornos naturales o la búsqueda de experiencias digitales que complementen lo presencial.
El turismo rural fue el punto de partida para revalorizar los pueblos y su entorno natural, mientras que el turismo activo amplió el horizonte al introducir la aventura, el deporte y la emoción como ingredientes principales de la experiencia. Juntos representan dos caras de una misma evolución: la búsqueda de un turismo más humano, más cercano a la naturaleza y más comprometido con la calidad de vida del viajero y de las comunidades locales.